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UNA APUESTA POR LA LIBERTAD

OPINIÓN, abril 2008
por Patricia Sañes | Nº 22

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Hoy, todavía muchos creen que la moda es algo con lo que se topan a diario de forma accidental. Piensan que la fugacidad de las tendencias las convierte en realidades superficiales y poco (o nada) influyentes. Pero gracias al olvido de la tradición, la moda está empezando a ocupar el protagonismo que merece porque afecta a una cuestión antropológica esencial: nuestra identidad.

Como dice Scopa, “La ropa es un signo del cuerpo que la lleva, es una de las formas del semblante de cada ser humano, de su sentido del humor, de sus ilusiones, frustraciones o sueños, de su sentido del lujo, del pudor y el desenfado”. La indumentaria comunica nuestra personalidad porque la moda es expresión, pero también puede encarnar la forma más radical de alienación. Gracias a las prendas que llevamos, podemos ir de hippies y jugar en la Bolsa, o lucir unos pantalones de camuflaje y manifestarnos contra la guerra. El vestido nos permite ser otra persona.

El universo fashion del siglo XXI se ha convertido peligrosamente en un espectáculo que no llega a la calle. Hoy asistimos al fin de un concepto de moda, que no al fin de la moda. Esta crisis nos lleva a leer las corrientes sociales que acompañan al proceso de las tendencias, en un intento por salvar a una industria que sigue huyendo de la realidad.

Nuestra preocupación por las tendencias y la ficción de la moda pone de manifiesto la crisis existencial que padecemos. Nos buscamos, pero no sabemos encontrarnos. En lugar de emplear el vestido como medio de expresión personal, lo utilizamos equívocamente como disfraz.

La mujer moderna ha dejado de someterse a la tradición del pasado para tomar las riendas de su vida. Hoy tenemos el derecho y el deber de hacernos a nosotros mismos en un ejercicio de libertad que nos condena. Estamos obligados a ser libres, ya que decidir qué queremos ser conlleva un acto de libertad ineludible. La forma de vestir es una manera de moldear nuestra identidad porque nos servimos de ella para convertirnos en nosotros mismos. A través de la indumentaria nos identificamos como miembros de un grupo, al mismo tiempo que reivindicamos nuestra singularidad.

El mundo de la moda se caracteriza por la preeminencia que otorga a la distinción. Y hoy esa búsqueda de la diferencia se hace más exagerada que nunca. Por ello, a fuerza de buscar nuestra individualidad, corremos el peligro de hacernos inteligibles sólo para nosotros mismos.

Las paradojas de esta industria (identidad vs disfraz, integración vs distinción...) representan las contradicciones de la naturaleza humana. Luchamos desesperadamente por construir lo que somos a imagen y semejanza del otro, pero también con voluntad de diferenciarnos de él. Y en medio de esta vorágine de sin sentidos, aparece la moda como un mundo de ficción y mentira.

En las revistas de moda encontramos encarnados sueños sublimes que se materializan en vestidos joya, labios aterciopelados, collares de oro Bizancio, pieles de astracán y carteras metálicas... Leer estas revistas es adentrarte en un mundo ideal que devuelve el encanto a una sociedad postmoderna muy desengañada. El capitalismo fomenta el consumo y la alienación. La individualidad promueve un tipo de mujer que vive replegada en sí misma. Pero gracias a la indumentaria, resurge un sentimiento de pertenencia y colectividad que ayuda a fortalecer las relaciones, hoy tan debilitadas, con los demás.

La moda es un hecho moral que oculta el reino de la ficción, la ambigüedad y la ilusión. Se puede creer en ella como un instrumento nihilista que nos convierte en estereotipos. Pero también puede considerarse como espejo de nuestras motivaciones inconscientes y ambiciones colectivas. Y es que el vestido es la forma de expresión personal más radical.

La mujer postmoderna tiene que responder a dos necesidades contrapuestas: pertenecer y distinguirse. Cada vez resulta más complicado destacar en una sociedad que ha democratizado el lujo y la moda: el comprador del nuevo perfume de Dior pasa a formar parte del mundo del lujo que la firma representa. Ya no es necesario adquirir un diseño de alta costura para reconocerse consumidor de su prestigio. Los miembros de la clase social privilegiada han aumentado. Esa búsqueda de lo inaccesible y diferente nos ha llevado a una igualdad sin precedentes.

Hoy las masas occidentales presentan un aspecto tremendamente homogéneo. Y me atrevo a calificar de “tremenda” una realidad que destruye la singularidad del individuo. La indumentaria es nuestra carta de presentación porque nos posiciona frente a los demás. La moda es el medio a través del que comunicamos nuestra identidad y nos relacionamos con el mundo. Si la industria textil se empeña en diseñar personalidades prefabricadas a las que amoldarnos, el resultado será una sociedad de borregos incapaces de encontrarse a ellos mismos.

Guillaume Erner constata que “una parte creciente del globo vive bajo el imperio de una moda única”. Y es que las diferencias en el vestir tienden a esfumarse porque la condición de los hombres se iguala. Vivimos en una sociedad postmoderna en la que dos necesidades contrapuestas luchan por descubrir quiénes somos.

Esta homogeneidad alcanza su máximo exponente en el siglo XXI con la cirugía estética. El canon de una belleza única se impone sin tregua. Las mujeres recurren a profesionales para retocarse. Todo es poco para alcanzar el ideal de belleza imperante. e jamás se convertirá en realidad.

Muchas mujeres remodelan su cuerpo sin darse cuenta de que en verdad pretenden transformar su yo interior. La apariencia es siempre un reflejo externo de lo que somos por dentro. La indumentaria debe ir en consonancia con la personalidad de cada uno. Debbie Smith, editora del libro Beauty in Vogue, dice que las fotografías de moda “ilustran el poder de la transformación, el cómo sólo por su fuerza de voluntad las mujeres pueden reconfigurar sus nociones del yo interior y de su superficie, de su belleza y su destino; hasta incluso organizar la Belleza como destino”.

Actualmente hemos ganado en comodidad y perdido en felicidad. La sociedad postmoderna promueve el cambio y no la aceptación. La belleza de un cuerpo imperfecto ha dejado de serlo. Ahora los influentials del mundo del glamour determinan una excelencia a la que “necesitamos” amoldarnos. Entrado el nuevo milenio, la defensa de la moda es una apuesta por la libertad y las diferencias como encuentro democrático entre las personas.


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