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LAS INCÓGNITAS DEL GUSTO PERSONAL

OPINIÓN, mayo 2011
por Josefina Figueras | Nº 57

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Hasta hace muy poco las pasarelas eran la expresión más característica de la moda, pero las cosas han cambiado. El furor del “streetstyle” lleva a muchos estilistas y fotógrafos de moda a “cazar” looks atrevidos o estilosos entre las personas que discurren por los distritos más fashion de las ciudades, con más entusiasmo que el que ponen en captar a las top-models que desfilan por las pasarelas. Dicen que esta tendencia empezó en Japón pero lo cierto es que se ha exportado a todos los rincones del planeta como uno de los últimos fenómenos del mundo de la moda.

Quizás el origen de esta forma de captar modelos a pie de calle hay que buscarlo en la creciente “individualización” de la moda, que pone toda su carga artística y emocional sobre la personalidad del que la lleva con todos sus condicionantes psicológicos y ambientales. Antes los modistos tenían la última palabra y las fashion victims se plegaban a sus mandatos. Ahora cada persona debe correr el riesgo de combinar sus prendas y hacer su propio estilismo entre la maraña de tendencias distintas y hasta contradictorias que preconiza la moda.

Es evidente que el entorno social influye en la conducta individual. En el caso del cuidado del propio look inciden dos factores: la consideración de los demás y la de uno mismo. Por eso, a pesar de las nuevos enfoques, la forma de vestir es un modo de enfrentarse a los demás y de expresar el propio sentido estético, las cualidades personales y la imagen que uno quiere ofrecer de si mismo.

Desde la perspectiva de la estética, la persona no puede ser considerada solamente una figura corporal. Sus gestos, su talante, todo lo que traduce una armonía interior constituyen una fuente de belleza superior a la proporción de las formas. La elegancia tiene mucho de cualidad espiritual reflejada exteriormente y suma varios factores: la sensibilidad, la discreción, el buen gusto…

Al referirnos al buen gusto surge inmediatamente la cuestión de si el gusto, en general, tiene unas leyes estéticas estables. David Hume, en su ensayo “Sobre la norma del gusto”, identifica el gusto de la belleza con el sentido común y abre su ensayo con la constatación de la existencia de una gran variedad de gustos. Explica que los sentimientos con respecto a la belleza difieren a menudo; que todos nos unimos para aplaudir en abstracto la elegancia, el estilo, la simplicidad o para censurar la afectación y la falsa brillantez. Pero cuando pasamos a considerar los casos particulares esta unanimidad se esfuma con significados muy diferentes en cada caso.

Con estas ideas, el filósofo parece dar la razón al dicho popular de que “sobre gustos no hay nada escrito”, expresando así la imposibilidad de buscar unas normas generales sobre la cuestión. Sin embargo, expresa también la preocupación por dotar el gusto de la belleza de una cierta universalidad de tipo cultural, de un acuerdo psicológico respecto al valor de determinadas formas que se consideran correctas o adecuadas. Hay formas de vestir, exhibicionismos vulgares, una irresponsable ausencia del decoro que nunca podrán ser de buen gusto porque contradicen el valor de la persona.

La postura ideal está en saber distinguir entre la generalización social propia de la moda y el gusto, que es siempre algo muy personal y coloca el juicio de la belleza en su propio ámbito que es el de la libertad individual. Si la moda es cambiante (un día se lleva el negro a todas horas y otro los colores fosforitos, un día la falda corta y otro a ras del suelo), el gusto es permanente. Tiene que ver con la armonía entre lo que se es y lo que se lleva, en el sensato equilibrio entre la elección personal y lo que nos propone la sociedad. Si los fotógrafos y cazadores de tendencias que practican el streetstyle captando modelos en plena calle valoran esta dimensión de la moda, sus elecciones y pronósticos serán más certeros.




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